Una noche en Puerto Morelos, mientras el faro inclinado lamía de luz el mar, un tlacuache salió del manglar y —como en el viejo mito mesoamericano del ladrón del fuego— robó una brasa del anafre de los pescadores; al correr por la playa se le pegaron los colores del Caribe: turquesa de talavera, rosa bugambilia, amarillo maíz. El artista lo atrapé en un exvoto: delineó con filo de Posada, sembró ojos de chaquira wixarika, dientes de mazorca, remolinos como papel picado, y lo bautizó en el linaje de los alebrijes de Pedro Linares. Si lo escuchas respirar, su tiempo es circular —eco de “Piedra de sol”—; cuando muestra el hocico chisporrotea El llano en llamas y, con humor de Sabines, lanza un corazón encendido para que a nadie se le enfríe la noche. Así nació el Tlacuache del Manglar, criatura caribeña y mexicana que recuerda que el fuego de la creación se roba, se comparte y, como en el Bestiario de Arreola, sólo obedece al asombro.
Colección: Alebrije

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