Colección: Diablito

En una noche de “norte” en Puerto Morelos, cuando el faro inclinado parpadeaba y el manglar respiraba sal, un dibujante encendió copal para agradecer que el mar le devolviera una libreta perdida; del humo —dicen los pescadores— salió un tizne rojo que cayó sobre la arena y comenzó a moverse como cangrejo. El artista trazó un círculo con una concha y, dentro, mezcló pigmento con agua salada y polvo de coral; del remolino nació este diablito: cuernos como haces de luz del faro, pies amarillos con prisa de gaviota, cola que dibuja corrientes y tres ojos para ver marea pasada, ola presente y rumbo futuro. Su máscara bebe de las danzas de diablos de la Costa Chica, del filo negro de Posada y del color encendido de los alebrijes de Pedro Linares; en su panza laten espirales que recuerdan chaquiras wixarikas, y su trazo grueso parece exvoto: “por la chispa concedida”. Cuando lo miras fijo, murmura como en Rulfo los pueblos que hablan solos, y su tiempo es circular como en “Piedra de sol” de Octavio Paz; si lo llevas cerca del pecho, el diablito aprieta su corazón y te presta la audacia de los amorosos de Sabines, que callan pero arden. Desde entonces lo conocen como el Guardián de la Chispa: criatura caribeña y mexicana que protege a quien crea —pintor, poeta o carpintero— siempre que, antes de empezar, le regale al mar un respiro de copal y una sonrisa.